miércoles, 21 de julio de 2010

De las palabras,las manipulaciones y los recuerdos, 1ra Parte.

La manipulación intelectual ha sido, la historia lo demuestra, una de las grandes jugadas de los políticos que han gobernado en ese engendro de totalitarismo que, incluso en sus variantes menos peligrosas, se ha llamado “Socialismo”.
Y es una manipulación que, particularmente, comienza en los primeros pasos del artista, cuando éste aún es un ser moldeable, dúctil, casi una esponja para absorber cuanta idea, opinión o credo se tilde de “producto intelectual”.

Bien lo recuerdo. Y ahora, cuando han pasado los años y he descubierto que muchos de aquellos consejos “paternales” eran sólo venenos inoculados para sembrarte bajo la piel el miedo a la inestabilidad, el terror a que tus sueños literarios no se cumplieran, el pavor permanente a todo posible alejamiento de “las vitales raíces culturales”, puedo sentarme a recordar como fue que, en mi caso, me convertí en algo que cargaba en sus espaldas y en su rostro trajes y máscaras que otros habían fabricado para todos los “nuevos talentos de la literatura” (así nos llamaban entonces), basándose en los dictados políticos que llegaban desde algún sitio que, los más iluminados, llamaban “allá arriba”.

Tenía entonces 16 años y asistía a unos encuentros literarios de carácter competitivo que en el ámbito cultural cubano se conocían como Encuentros Nacionales de Talleres literarios. Ese año, además de mi cuento “Abuelo en dos tiempos” (publicado luego, en 1986, en el libro Tiempo en cueros) concursaba yo en el género Décima con una obra titulada “Para una cronología familiar” (horrorosa, malísima, pero que recuerdo con un especial cariño pues fueron mis primeros versos dedicados a mi abuelo Ceferino, de origen canario, un ser muy especial en mi vida). En el debate de las obras, un señor (que luego supe venía de talleres literarios del ejército) pidió la palabra y acusó de “ideológicamente débil” la décima de un pobre muchacho, tan joven como yo, porque en una de sus décimas el guajiro se quejaba de vivir en la pobreza y, según los argumentos esgrimidos por el atacante, eso era un juego al discurso del enemigo imperialista porque la Revolución Cubana había acabado hacía mucho tiempo con las desigualdades entre el campo y la ciudad.

No fue eso lo más importante. Lo más importante vino después cuando un poeta, admirado hasta casi el endiosamiento por casi todos los jóvenes aspirantes a poetas que concursábamos: Jesús Orta Ruiz, “El Indio Naborí”, dejó a un lado los análisis de las décimas y se puso de parte del atacante dándonos un discurso de más de media hora sobre la necesidad de ajustarnos a la verdad histórica que la Revolución había puesto delante de nuestros ojos, si es que queríamos llegar a ser “poetas que alcancen la cima de la consagración en el altar de la Revolución” (así lo dijo, pues es una frase que me marcó profundamente en ese tiempo). A las palabras del Indio Naborí se añadió otra larga diatriba del poeta Alberto Rocasolano (otro de los miembros del jurado ese año) sobre cómo los enemigos de la Revolución esperaban que los jóvenes, por inexperiencia, cometiéramos deslices en nuestras obras (y cuando hablaba de deslices señalaba directamente al muchacho criticado) para aprovechar nuestros criterios y atacar “la obra que hemos hecho los escritores que amamos la Revolución”.

Ese mismo atacante, que como yo también concursaba en el género de cuento, pidió la palabra al día siguiente, ya en el debate de los cuentos que optaban por el Premio Nacional, y volvió a la carga contra otro joven escritor a quien acusó por considerar que las malas palabras no podían estar en la literatura. Es claro que todo podía quedar como una cuestión de gustos, pero el hombre argumentó claramente que el arte revolucionario debía ser un arte limpio, puro, libre de las perversiones morales del capitalismo y el uso de las malas palabras en nuestra juventud era un asunto a combatir por la Revolución porque era un rezago de nuestro triste pasado capitalista.

Aquel adalid de la ideología que nos insuflaban y que, obviamente, nosotros entendíamos como “lo natural, lo normal”, nos parecía a todos un ser abominable (recuerdo que algunos dijimos que nos caía como una patada ahí, donde a los hombres siempre nos duele más física y machistamente), y por eso nos pareció genial que el narrador Eduardo Heras León y el profesor universitario y critico Salvador Redonet (miembros del jurado) mandaran a callar al hombre y, otra vez, nos dieran una larga perorata sobre el mejor modo de escribir: “los grandes traumas que hemos pasado en estos tiempos, las miserias humanas que hemos vivido, las traiciones, los grandes amores… esos temas que siempre han existido, son los que mostrarán la verdadera cara de la Cultura Cubana a los que vendrán a leerlos a ustedes”, dijo Heras León.

Por suerte, yo tenía a mano los consejos de Heras León y de Redonet (a quienes debo buena parte de lo que soy como escritor, desde que decidieron apadrinarme en aquellos tiempos) y cuando, intrigado, aturdido incluso por la atmósfera de miedo que aquel atacante creaba adonde quiera que iba en aquel Encuentro Nacional, quise saber qué creían de todo eso que aquel hombre había argumentado, tanto en los debates de poesía como en el de cuento, Heras León puso una cara triste, de hombre dolido, y me dijo: “Amir, creo que ya es hora de que sepas lo que me hicieron hace unos pocos años a mí y a otros escritores. Sólo conociendo esas historias comenzarás a entender toda esta absurda guerra”.

Pero esa será la próxima historia.