jueves, 24 de junio de 2010

Ejercicio de fabulación




“Dice mi abuela Margot/ que los niños como yo,/ están muy traumatizados, /con sus padres divorciados,/ pues se sienten diferentes/ a otros niños de repente,…” algo así decía aquella canción de Virulo, que al final aclaraba que justo los traumatizados serían los niños que vivieran con ambos padres, porque, sin dudas, eran (son) minoría.

Entiendo que ya se encargan los institutos de estadísticas, y de estudios sociológicos, de tipificar este fenómeno, y analizarlo desde todas las aristas.
Y si pregunto entre amigos y conocidos de mi generación, cae un torrente de causas diferentes que tienen, sin embargo, un trasfondo común:

• él se fue con su(s) secretaria(s) u otra subordinada;
• desde que le dieron el carro, casi no lo veíamos por la casa;
• uno de los dos, él o ella, tuvo que irse a cumplir misión, y tenía 1 mes de vacaciones al cabo de 2 años;
• uno de ellos se fue a estudiar a La Habana, y el otro se quedó en provincia, con lo cual se espaciaron tantísimo los encuentros;
• la vida marital se compartía, cada día, con abuelos, padres, hermanos… de alguno de ellos;
• él no era muy luchador, y lo primero es lo primero;
• ella solo pensaba en superarse y la casa era un desastre (¿quién dice que en Cuba no hay machismo?)
• él o ella era negro/a y las familias no se llevaban bien, apenas se toleraban (¿quién dice que en Cuba no hay racismo?)
• faltaban metros cuadrados en aquel hogar, para no pelearse a cada momento; o, de lo contrario, había que hacer una barbacoa o una división interna, pero claro, él ni sabía, ni tenía tiempo y mucho menos, materiales.
• ella o él encontró, de casualidad, algún extranjero/a o algún “maceta” cubano/a, y, otra vez, lo primero es lo primero.
y un largo etcétera.

La precariedad y el cansancio de la vida diaria deterioraban las pasiones. Las más fuertes podían desvanecerse entre tanto fin de semana pasado en casa, entre cuatro paredes, más parecidas a una galera que a un hogar. Y, por otro lado, las tareas, el internacionalismo, el ansia de superación, las movilizaciones al campo, los trabajos en la microbrigada, todo se conjugaba para acentuar las distancias. Las vacaciones eran una odisea o un sueño alimentado durante todo el año, que se desvanecía, en cambio, a la llegada del verano. Calor, colas, falta de dinero, colas, calor…

Siento que hablar con tanta frialdad, y casi madurez, de estos asuntos, desde la adolescencia, fue una de las pocas libertades que tenía; tal vez divorciarse es de lo más atrevido que se ha hecho allí en los últimos 50 años.Pero más que las causas y que el hecho en sí del divorcio, lo que me sorprende muy desagradablemente es que no tenga recuerdo alguno de esa etapa en la que yo vivía junto a mis papás y que, según Virulo, debería haberme traumatizado.

Por eso miro una y otra vez la foto, intentando descubrir algún pequeño detalle que me alumbre. Llevo muchos años con este ejercicio y no consigo recordar, así que voy fabulando esa primera época de yo estar en este mundo, flanqueada por padre y madre, y en la que, tal vez, era muy feliz.
Publicado por Natasha César
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miércoles, 2 de junio de 2010


¡Tantos años y tan pocas fotos!, ¡porque han quedado lejos, al otro lado del Atlántico! No todo se puede echar en una mochila. Lo importante vive en mí, me transforma, me guía y, de paso, cuando encuentro alguna foto, hace aparecer la nostalgia por un ser que ya no es.
¿Quién puede suponer que yo sea ese? ¿Quién puede atestiguarlo? ¡Yo, con esas piernas! ¡Y esos cachetes! Ni en aquél momento la señora regordeta con cara de gallega le creyó a mi madre. « ¡Qué niño tan hermoso!» « ¡Es mi hijo!» –afirmó mi madre presumida. « ¡Su hijo!» La gallega miró la piel de mi madre y volvió a repetir asombrada. « ¡Su hijo!» –se rió con sarcasmo. « ¡Mira que decir que es hijo de ella!» Y como si ya hubiera escuchado demasiado se alejó hablando consigo misma. « ¡Cómo una negra va a parir un hijo blanco! ¡Esto es inconcebible!» « ¡Sí, es mi hijo, lo saqué de mis entrañas!» –gritó mi madre para que todo el mundo se enterara, pero la mujer no escuchaba. Yo sonrío cuando mi madre a ratos rememora la anécdota. « ¡Sí, eres mi hijo!» –y se vuelve a enojar.

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