viernes, 6 de agosto de 2010

De las palabras, las manipulaciones y los recuerdos (2)

Publicado por Amir Valle en su blog A título personal


Es de tontos negar que todos los niños cubanos teníamos derecho a educación gratuita. Es también de tontos negar que luego de 1959 la isla se llenó de escuelas, incluso en aquellos sitios tan intrincados de las montañas adonde no llegaban ni las señales de radio. Pero también es tonto negar que cada una de las clases que recibíamos eran inyecciones muy sutiles de doctrina, un muy fino, cuidadoso y sostenido lavado de cerebro.

Hace unos meses, un amigo me trajo desde La Habana dos de las libretas que utilicé cuando estudiaba en el nivel secundario para copiar las clases de literatura.

Es obvio que alguien se pregunte: ¿y a fe de qué Amir guardó esas libretas que, en la mayoría de los casos (las hojas eran de papel malo pero muy suave), suplieron la falta de papel sanitario en aquellas épocas? Y la respuesta es simple: cuando aún éramos jovencísimos aspirantes a escritores cierto escritor santiaguero llegó a nuestro taller literario y nos dijo que mientras más se escribía, más rápido se llegaba a esa “cima literaria” tan anhelada, y eso me lanzó a aprovechar los turnos de literatura, tres veces por semana, para escribir en aquellas hojas, ilusionado, historias que entonces me parecían geniales y que hoy, mientras las leo, me parecen perfectos atentados contra la literatura, aunque las contemple todavía con nostalgia y cariño. Por eso, por simple y llana nostalgia, conservo esas libretas.

En aquellas clases no necesitaba prestar mucha atención, sólo la necesaria para no ser regañado pues, casi todo lo que nos daban los profesores, ya mis padres, maestros de los de antes (es decir, enciclopedias con piernas), me lo habían hecho leer cuando descubrieron que era mejor tenerme tranquilo leyendo, sabiendo que me gustaba hacerlo, que dejarme mataperreando por el pueblo. Habían aprendido la lección de un modo, digamos, ejemplar: cierto mediodía, asombrado porque en la carnicería del pueblito de Holguín donde vivía, habían llevado a vender carne de tiburón martillo, convencí a mis amiguitos y velamos a que el carnicero entrara a su casa para almorzar, descolgamos un hermoso ejemplar de aquellos tiburones y nos fuimos al río a jugar.

Todavía recuerdo la paliza que te dio tu padre cuando nos descubrieron en el río – me dijo hace unos años en La Habana el hoy doctor Juan Carlos Romero Oliva, uno de aquellos traviesos muchachos.

Pero también hoy, además de conservar esos primeros escritos por razones sentimentales, y ya centrado en escribir estas anécdotas sobre los adoctrinamientos que recibíamos desde niños en Cuba, he podido rescatar pequeñas joyas como estas:

“El Cid Campeador fue el primer revolucionario español y dejó una huella indeleble en el espíritu de libertad de los desposeídos de España”.

“Pablo Neruda fue un luchador antiimperialista que supo ver la grandeza de la Revolución Cubana. No por gusto su más grande obra literaria está dedicada a los pobres de la tierra”.

“Para llegar a ser nuestro Poeta Nacional, la gloria mayor de nuestras letras, Nicolás Guillén tuvo que escribir su glorioso y eterno poema Tengo, donde habla de las desgracias que vivían los pobres de nuestro digno pueblo en el capitalismo y de cómo la Revolución los transformó en hombres felices y convirtió sus sueños en realidades”.

Por ese estilo, hurgando en mi memoria, encuentro a un Balzac revolucionario, que supo mostrar en sus novelas la verdadera cara de la burguesía; o a un Boris Polevoi que, con Un hombre de verdad, había demostrado la superioridad de la literatura revolucionaria socialista; o a un Máximo Gorki que, con La madre mostraba el espíritu combativo y guerrero de la mujer rusa que vaticinaba un futuro mejor mediante la reivindicación del papel de la mujer en la sociedad; o a un Juan Rulfo que había decidido denunciar en sus cuentos la difícil y miserable vida de los campesinos mexicanos; o a un Miguel Hernández que había lanzado el dardo de su pluma contra la pobreza extrema de los niños yunteros españoles; o a un Vladimir Maiakovsky, que había sido el primero en poner la poesía al servicio del socialismo recitando sus poemas revolucionarios al pueblo ruso desde las tribunas …

Para no olvidar que de la literatura cubana la mayor parte del poco tiempo que se dedicaba a esa materia se priorizaba para:

Espejo de Paciencia, de Silvestre de Balboa (era importante, lo recuerdo, escribir una composición sobre el ejemplo de rebeldía del negro Salvador Golomón);

Aletas de tiburón, de Enrique Serpa (sí, y para coincidencia, mi profesor había nacido en Casilda, un pueblito de pescadores, y recalcaba, porque “lo viví en carne propia”, nos decía, el duro destino de los pescadores cubanos en el capitalismo);

“Elegía a unos zapaticos blancos”, de Jesús Orta Ruiz-El Indio Naborí, y “Romance de la niña mala”, de Jesús Ferrer (el primero, repetían, para enseñarnos el alma criminal del imperialismo que nos invadió en Playa Girón y arrebató a niños como Nemesia el sueño de tener unos zapaticos blancos; y el segundo, para que viéramos un ejemplo de cómo en nuestro pueblo siempre hubo una semilla de rebeldía contra la desigualdad). Sin olvidar, por cierto, que nos hacían aprender esas dos obras para recitarlas o dramatizarlas en los actos políticos de la escuela”;

“Tiempo de cambio”, de Manuel Cofiño, cuento que, nos decían, eran la prueba literaria más viva de cómo la Revolución había acabado con la prostitución permitiéndole a las prostitutas la reinserción en la nueva sociedad que se construía;

O José Martí, el “Autor intelectual del asalto al Cuartel Moncada”, el “gran precursor de la Revolución Cubana”, de quien, por cierto, nos enseñaban sólo su poema “Yugo y Estrella” (con ese título, ¿debo recordarles de qué trataba la obra?), aunque, para refrescar, nos soltaran algo de sus “Versos sencillos”.

Como diríamos en Cuba: “con esos truenos”… si las clases de literatura históricamente, en todos los sistemas, han sido detestadas por los alumnos, habría que tener alma de masoquista para que nos gustaran. Ni yo, que tenía pasión por la lectura, soportaba aquellos turnos, que conste.

Y aunque es también cierto que los alumnos recibían una amplia información sobre la creación literaria en Cuba y el mundo (algo que hasta donde sé no es común en los programas educativos de otros países), según lo veo ahora, la deformación estaba en impartir la literatura sólo como un arma de lucha, restándole así la posibilidad del disfrute de lo estético, entre otras cosas. Porque lo importante en aquellos programas de estudio era la participación social del escritor y no tanto la obra en sí, sus valores, sus aportes…

Hoy sigue siendo así, quizás con la diferencia de que se han incorporado a la escena nuevos “escritores revolucionarios”. Uno de ellos, por sólo poner un ejemplo, es Antonio Guerrero, uno de los cinco cubanos, prisioneros en Estados Unidos, por labores de espionaje para Cuba. Hoy, básicamente a los niños de primaria y secundaria, se les hace leer sus poemas (si es que, con perdón, puede llamársele a eso poesía aunque algunos colegas en la isla lo hayan proclamado un “gran poeta”) y hasta se hacen concursos donde se premian a los que mejores cartas de apoyo escriban a Antonio o a cualquier otro de esos cinco espías.

Lo importante, para los metodólogos (¿o debería decir estrategas políticos?) que elaboraban (y elaboran) los programas de estudio ha sido sembrar en la mente del niño, del adolescente, la idea de que todo, to-do, TODO, puede sacrificarse “en aras de la Revolución Mundial de los pobres”, como lo demuestra (según el punto de vista que le dan a las biografías) la vida de esos escritores que estudian los muchachos en las escuelas de la isla.

Para colmo de los colmos, una de mis profesoras en aquellos tiempos (y juro por mis hijos que no es un chiste) se llamaba Victoria Segura.

martes, 3 de agosto de 2010

Todo sobre mi padre




Mi padre no pidió limosna, aunque dependió de un hermano y otro hijo en USA. Mi padre no tuvo que salir a la calle a vender un paquetico de nada, aunque dio clases de inglés a domicilio como un caballo. Mi padre vivió en casa hasta los 81, cuando prácticamente ya era sólo el padre de mi madre (se llevaban 17 años). Mi padre, el abuelo que nunca tuve de grande.
Cada día regreso de la calle con mi padre en la cámara Canon y la cabeza calcinada por tanto sol y tanta soledad. Casi no hice fotos de mi padre en vida. Y ahora pago el precio de ese descuido de adolescente (fui su hijo de la vejez).
Por eso me lo encuentro por las aceras y soportales cubanos. Boqueando, mal afeitado. Con ropa humildísima que olía siempre a cigarros Populares de 1.60 pesos (un aroma que extraño: todos los fumadores apestan, excepto él). Un tipo tan tierno, cuando yo me atrevía a decirle al menos media palabra. Tan torpe para las cosas prácticas, tan iluso para las letras inútiles. De mirada inmortal cuando mi psico-rigidez me permitía decirle de vez en cuando (de voz en cuando): papá…
Murió en agosto, como todo muere en este mes mefítico de los Trópicos. De cáncer, como corresponde en un país sin diagnósticos de última generación. Ni terapia. De un tirón, por suerte. Sin dolor. Mi padre murió de una metástasis misericorde, amateur, entre un raro vómito llamado “borra de café” y las cantinelas de Radio Martí en un radio Selena de antes del Período Especial.
Desde entonces lo he visto muchas veces y todas lo he retratado. No le hablo jamás en la calle. Pero en la casa, sí. Siempre. ¡Papá, coño, si estás igualito…! Papá, ¿verdad que nunca te vas a volver a morir…?
Mi madre ignora todo este tráfico de emociones. Le pone agua y sus florecitas de cada día. Las decapita con puntualidad de verdugo. Mi madre es el terror manos-tijeras de nuestro jardín. Y de paso le reza a mi padre, con la timidez de quien se puso vieja y aún no sabe si tiene derecho a rezar (sirviente solícita en el capitalismo, obrera muda en el comunismo: mi madre sí supo lo que es resistir).
No hay consuelo para no ver a mi padre, supongo. Pero yo me invento uno cuando la tristeza socializada de Cuba no pare más. Entonces rebusco en mis fotos de caballeros callejeros caídos en las trincheras inciviles de La Habana, tanteando en la pantalla líquida o el papel cromado los ojos maravillosamente miopes de mi papá. Hasta que ¡wao! ahí están de nuevo, como nuevos, fotografiados como si no se hubieran muerto hace exactamente diez años. Los días sí volverán.
Y me alegro, como un escolar estúpido, de que mi padre nunca pidió nada a extraños ni en la crisis ni en el esplendor; aplaudo que sus negocitos fueran una calamidad sin ganancias porque no le hacían ninguna falta; me regocijo y envidio que a sus 81 casi no conociera a un médico, excepto al ingenuo o ignorante indígena que descubrió su cáncer sólo durante la autopsia (igual desde niño yo sabía que después del año cero o dos mil me quedaría huérfano hasta de Cuba).
Fue un domingo. Trece. En agosto. Con pioneritos en el televisor adelantando las primeras flores por el cumpleaños del hoy compañero Fidel (Elián González era todavía una pesadilla patria patética). Esa noche, la funeraria de Luyanó (localito mortecino con una tarja republicana del Partido Socialista Popular) estuvo más repleta que nunca de viejos dejados solos contra la rala realidad del siglo XXI insular (noche insulsa, jardines inverosímiles). Y ahí mismo comencé a sentir cierto orgullo necro de que mi padre no estuviera allí. No así.
Buenas noches de nuevo, falso papá con enfisema en estos píxeles de hoy. Que resucites en la próxima foto o respires pronto tu próxima flor (parece un título terrible de Manuel Cofiño, pero la vida de mi padre, de alguna manera antípoda, estilísticamente lo fue). Hasta mañana entonces, desmemoria de mi papá (es un privilegio escribir por fin sin complejos estas frasecitas flojas de escuela primaria). Sospecho que aquella gramática mía no volverá. Rev In Peace!

Orlando Luis Pardo Lazo
La Habana