martes, 19 de octubre de 2010

Somos más que 33



Nací en el 66, llamado en Cuba "Año de la Solidaridad". Ese año, en enero, se celebró la Primera Conferencia Tricontinental en La Habana. Llegaron delegados de África, Asia y América Latina, todos convocados por el milagro de la Revolución. Pero yo no podía saberlo: nacería un mes más tarde.

Mucho después me entretendría con las imágenes de aviones que sobrevolaban mi casa rompiendo la barrera del sonido y dejaban a su paso aquella línea fugaz. Mi abuela, después de sus espléndidas bondades y comidas deliciosas, me arropaba durante la noche en el portal de la casa para ver los tanques y las milicias pasar. Mi abuelo, cuando lo conocí, siempre andaba metido en sus estudios; pero en las noches compartía conmigo su radio y oíamos la pelota nacional, apretándome el pie por los Vegueros o por Pinar del Río. Era muy pequeño y poco a poco iba armando el puzle en el que vivía. Una vida elemental en la que los padres trabajaban, y de vez en cuando me llevaban a aquel mundo de pizarras y tizas con que dibujar, o si no, los abuelos cuidaban por mí.

Entre muchas cosas difusas, recuerdo la presencia de Fidel en Chile, en 1971 (que iría por una semana y se extendería por más de un mes). Recuerdo algunas imágenes en la televisión en blanco y negro de entonces. Hoy entiendo que eran días difíciles para todos en Cuba. También entiendo que la reducción, por siempre, de la cuota de arroz se debía a los fatídicos terremotos de los años 70 en Chile y Perú, similar a otras reducciones que después llegaron, por las mismas u otras circunstancias. En aquel momento nos lo explicaban y entendíamos.
Del terremoto solo supe que elegí, junto a mi madre, los juguetes que enviaría a los niños peruanos. Nada más sabía. Era muy pequeño en ese momento para entender que el arroz que llegaba a la mesa apenas alcanzaba para el mes. Y después, fui creciendo, y fui dejando de entender muchas cosas. Demasiadas. Hoy recuerdo la alegría de mi madre cuando se ganó en el trabajo un radio portátil ruso (Órbita) para que mi abuelo y yo disfrutáramos de la pelota sin hacer mucho ruido en la casa.

Mucho más tarde, entre imágenes difusas, conocí a los Beatles y a los demás locos que revolvieron el futuro del mundo. Conocí lo que había pasado antes y lo que otros trataban de impedir con sus luchas anti Viet Nam y anti Apartheid. Oí y conocí sobre Martin Luther King y Ángela Davis, sobre Gagarin y Valentina Tereshkova.

Hoy comienzo a concatenar ideas y a darle sentido a las memorias guardadas y dispersas acerca de ese archivo disperso. Cuando busco y organizo, recuerdo la presión constante que ejercía sobre la vena del brazo de mi padre (jugaba con ella, la tocaba con extrañeza). Era y es una sensación perenne de extensión, fuerza y a la vez del ir y venir. Jamás se me olvida el cariño que le daba a la oreja aterciopelada de mi padre, intentándome dormir, o los saltos que hacía encima de la cama al sonido de los Fórmula Quinta y otros, durante el programa "Nocturno", que oíamos todas las noches. Tampoco puedo olvidar el olor y calor del regazo de mi madre ante tanta falta de aire. Las noches para ella siempre han sido infinitas, pendiente de mi ahogo, y las mías, muy agradecidas por toda la vida que me dio por conocer.

Quiero, además, acompañar mis recuerdos disparatados con el día que mi padre me enseñó, en la entrada del Instituto donde trabajaba, una exposición de pedazos de aviones traídos de Playa Girón y esa cierta aprehensión con que disfruté de aquellos artefactos deshechos. También me viene a la cabeza el miedo a la invasión y a los aviones enemigos. Mi padre solía decirme que, en caso de guerra, debíamos correr al refugio más cercano y allí nos salvaríamos de las bombas. Diez millones de cubanos bajo tierra, como en una mina gigante.

Es cierto que los recuerdos en mi memoria comienzan a estar ya muy viejos, pero hoy, que intento rescatarlos, lo disfruto como un niño otra vez.

En esa búsqueda, fluyen ideas y sueños entremezclados. Rescato de mi memoria el día que me caí y rodé por las escaleras de la azotea mientras mi madre hablaba con la vecina de al lado. Oía sin cesar la palabra “Chile”, y veía la angustia en sus caras. Estaban tan ensimismadas que se olvidaron de mí. Recuerdo ante mis ojos el aparato de RX y el desespero de mi madre querida ante la posible culpa de mi pie partido.

Después, y eso sí sé que lo vi por televisión, mientras le apretaba la vena del brazo de mi papá, en la Dirección del Instituto, las imágenes de guerra ante el edificio donde estaba el presidente Salvador Allende.

Mucho después entendí por qué Pablo dijo y deseó volver a cantarle a las grandes Alamedas de Chile cuando fueran Liberadas. Ahí conocí, y hoy más que nunca, a Víctor Jara. Promesa cumplida. Silvio llegaría también y muchas de sus canciones me traspasarían el alma, y más hoy, cuando ya no quiero ni oírlo porque no sé a quién o por qué canta.

Hoy, con orgullo, veo por televisión, junto con los desesperos y los por qué de mi hijo ante las pequeñas gotas que salen por los lados de mis ojos (pero sin los apretones que daba yo en su momento, porque mis venas son capilares), el rescate de las treinta y tres personas de la mina chilena.

Saco cuenta e intento restar días, ante tantos muertos por la represión y las Dictaduras Militares. Mi cuenta empieza en preescolar, el resultado es inaudito. No sé sumar y mucho menos restar. Mi cuenta jamás tendrá un resultado.

Lo más cercano a ese resultado ha sido: "Estamos bien en el refugio los 33".
Y fueron salvados.

¡Viva Chile! Por Siempre.

Pero recuerden que somos más que 33.

Marcelo, tu Chile hoy es el Mundo.

¿Quién nos salvará a nosotros?

Manuel Suquet

2 comentarios:

  1. Supongo que te percatas, querida Mirta, de que tu iniciativa está arrastrando una cadena de eslabones enterrados que van surgiendo a cada tirón, desgajando la tierra que los ocultaba y levantando una polvareda de consecuencias desconocidas...pero seguro positivas. Un abrazo y gracias a tu hermano por compartir sus recuerdos.

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